jueves, agosto 21, 2014

"El sonido de los Beatles. Memorias de su ingeniero de grabación", de Geoff Emerick

Fragmento del prólogo





[Nota Dscntxt: en el primer día de grabación del álbum Revolver, George Martin les comunica a The Beatles que el ingeniero en sonido desde sus inicios en EMI en 1962, Norman Smith, ha dejado su puesto, el que será asumido por el narrador, Geoff Emerick, de dieciocho años de edad, absolutamente aterrorizado al haber aceptado el desafío de transformarse en el nuevo ingeniero de los Beatles.]

Pero allí sentado en la sala de control, sin saber qué recibimiento iba a tener, yo no pensaba en estas cosas. Era simplemente un revoltijo de emociones: un saco de nervios, preocupado ante la posibilidad de estropearlo todo, horrorizado porque George Martin se lo hubiera dicho en el último momento… y temeroso de que el grupo me rechazara de plano.

Con el tema ya resuelto, los Beatles no tardaron en ir al grano. Secándome el sudor de la frente, decidí aventurarme en el estudio para descubrir en qué íbamos a trabajar aquella noche.

“Hola, Geoff”, dijo Paul alegremente cuando entré en la sala. Los otros tres me ignoraron por completo. John estaba en plena discusión con George Martin; estaba claro que la primera canción en la que íbamos a trabajar sería una de las suyas. Por entonces todavía no tenía título, de modo que la caja de la cinta fue etiquetada simplemente como “Mark I”. El título final, “Tomorrow never knows” (“El mañana nunca sabe nada”) era en realidad uno de los muchos disparates que soltaba Ringo, pero no dejaba traslucir la naturaleza profunda de la letra, que estaba adaptada en parte del Libro tibetano de los muertos.

Existe la falsa idea de que John y Paul siempre escribían las canciones juntos. Tal vez lo hicieran en los primeros tiempos (y por esta razón decidieron acreditar todas sus canciones como “Lennon/McCartney” y se repartían equitativamente los royalties), pero para cuando empezaron las sesiones de Revolver, lo más habitual era que compusieran por separado. Cada uno criticaba el trabajo del otro, o reescribían una estrofa o un estribillo. Pero por lo general todas las canciones las componían por separado. Casi sin excepción, el compositor principal de la canción se ocupaba de la voz solista.

“Ésta es totalmente diferente a todo lo que hayamos hecho antes –le dijo John a George Martin–. Sólo tiene un acorde, y tiene que ser todo como una letanía”. Las canciones de un solo tono se estaban haciendo cada vez más populares en aquellos primeros y embriagadores tiempos dela psicodelia; supongo que estaban pensadas para escucharlas mientras estabas colocado o volado con ácido. En mi opinión, ése era el único modo en que podían apreciarse. Pero aquí mis gustos musicales no tenían importancia, mi tarea era conseguir para el artista y el productor los sonidos que ellos buscaban. De modo que agucé el oído al escuchar la última indicación que John le dio a George: “…y quiero que mi voz suene como el Dalai Lama cantando desde la cumbre de una montaña, a kilómetros de distancia”.

Aquello era típico de John Lennon. A pesar de ser uno de los mejores cantantes de rock&roll de todos los tiempos, odiaba el sonido de su propia voz y siempre nos estaba implorando que la hiciéramos sonar diferente. “¿Puedes deformar eso un poco más?”, solía decir. O: “¿Puedes hacer que suene más nasal? No, cantaré con vos nasal, eso es”. Cualquier cosa para disimular su voz.

John siempre tenía un montón de ideas sobre cómo quería que sonaran sus canciones; tenía en la mente lo que quería oír. El problema era que, a diferencia de Paul, le costaba expresar esas ideas si no era en los términos más abstractos. Si Paul solía decir: “Esta canción necesita metales y timbales”, la indicación de John era más bien: “Quiero que suene como James Dean acelerando la moto por la autopista”.

O: “Hazme sonar como el Dalai Lama cantando desde la cumbre de una montaña”.

George Martin me miró y asintió mientras tranquilizaba a John: “Entendido. Estoy seguro de que a Geoff y a mí se nos ocurrirá algo”. Lo que significaba, por supuesto, que estaba seguro de que a Geoff se le ocurriría algo. Miré a mi alrededor, presa del pánico. Creía tener una vaga idea de lo que John quería, pero no sabía muy bien cómo conseguirlo. Por suerte, tenía poco tiempo para pensarlo, porque John decidió comenzar el proceso de grabación pidiéndome que hiciera un loop con una figura simple de guitarra tocada por él, con Ringo acompañándolo a la batería. (Un loop se crea empalmando el final de una arte musical con el inicio de la misma, de modo que se reproduzca de modo continuo.) Como John quería un sonido atronador, se decidió tocar la parte a un tempo rápido y luego ralentizar la cinta en el reproductor: esto serviría no sólo para devolver el tempo a la velocidad deseada, sino también para hacer que la guitarra y la batería (y las reverberaciones de las que estaban saturadas) sonaran como si fueran de otro mundo.

Mientras tanto seguía pensando en cómo sonaría el Dalai Lama si estuviera en lo alto de Highgate Hill, a pocos kilómetros del estudio. Hice un inventario mental del equipo que teníamos a mano. Estaba claro que ninguno de los trucos de estudio habituales disponibles en la mesa de mezclas bastaría para hacer el trabajo. Teníamos también una cámara de eco, y un montón de amplificadores en el estudio, pero tampoco veía cuál podía ser su utilidad.

Pero tal vez hubiera un amplificador que podría funcionar, aunque nadie había hecho pasar una voz por él con anterioridad. El órgano Hammond del estudio estaba conectado a un sistema llamado Leslie, una gran caja de madera que contenía un amplificador y dos altavoces giratorios, uno que canalizaba las frecuencias bajas y graves y otro que canalizaba las frecuencias altas y agudas. El efecto de aquellos altavoces giratorios era en gran parte el responsable del sondo característico del órgano Hammond. Casi podía oír mentalmente cómo sonaría la voz de John si saliera de un Leslie. Tardaríamos un rato en prepararlo todo, pero confiaba en que pudiéramos conseguir lo que él estaba buscando.

–Creo que tengo una idea para la voz de John– anuncié a George en la sala de control mientras terminábamos de montar el loop. Entusiasmado, le expliqué el concepto. Si bien frunció el ceño por un instante, luego asintió con la cabeza. Entonces se dirigió al estudio a decir a los cuatro Beatles, que estaban plantados esperando impacientes a que construyéramos el loop, que se tomaran una pausa para tomar el té mientras “Geoff encuentra algo para la voz”.

Menos de media hora más tarde, Ken Townsend, nuestro ingeniero de mantenimiento, había terminado de cablear el aparato. Phil y yo lo probamos, colocando cuidadosamente dos micrófonos cerca de los altavoces del Leslie. Sin duda, sonaba diferente; esperaba que aquello satisficiera a Lennon. Respiré hondo e informé a George Martin que estábamos listos para empezar.

Dejando las tazas de té, John se colocó tras el micro y Ringo se sentó a la batería, listos para añadir la voz y la batería al loop ya grabado, mientras Paul y George Harrison se dirigían a la sala de control. Una vez que todos estuvieron en su lugar y listos para grabar, George Martin pulsó el botón del intercomunicador: “Preparados… ahí va”. Entonces Phil puso en marcha el reproductor. Ringo empezó a tocar, gopeando con furia la batería, y John se puso a cantar con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás.

“Turn off your mind, relax and float down stream…” (“Desconecta la mente, relájate y déjate llevar por la corriente”). La voz de Lennon sonaba como nunca lo había hecho antes, misteriosamente desconectada, distante pero convincente a la vez. El efecto parecía complementar a la perfección la letra tan esotérica que estaba entonando. Todos los presentes en la sala de control (incluido George Harrison) parecían asombrados.

A través del cristal podíamos ver sonreír a John. Al final de la primera estrofa, hizo una señal de entusiasmo con los pulgares hacia arriba, y McCartney y Harrison se dieron unos golpecitos en la espalda.

–¡Es el Dalai Lennon!– gritó Paul.

George Martin me lanzó una irónica sonrisa: “Buen trabajo, Geoff”. Viniendo de alguien tan poco dado a los cumplidos, era una enorme alabanza. Por primera vez en todo el día, el hormigueo en el sector medio de mi cuerpo dejó de incordiarme.

Instantes después, la primera toma estaba terminada y John y Ringo se habían unido a nosotros en la sala de control para escucharla. Lennon estaba claramente pasmado por lo que estaba oyendo. “Mierda, esto es una maravilla”, repetía una y otra vez. Luego se dirigió a mí por primera vez aquella noche, adoptando su mejor acento pretencioso de clase alta:

–Bueno, muchacho –bromeó–, cuéntanos con precisión cómo has logrado este pequeño milagro.

Hice lo posible por explicar lo que había hecho y cómo funcionaba el Leslie, pero casi todo lo que dije parecía entrarle por un oído y salirle por el otro; lo único que entendió fue el concepto del altavoz giratorio. Por experiencia propia, hay pocos músicos que tengan conocimientos técnicos (se concentran en el contenido musical y en nada más, como debe ser) pero Lennon era más ignorante en estos temas que la mayoría.

–¿No podríamos conseguir el mismo eecto colgándome de una cuerda y balanceándome alrededor del micrófono? –preguntó de manera inocente, lo que provocó en los demás un ataque de risa.

–Qué bobo eres, John, de verdad –se burló afectuosamente McCartney, pro Lennon se mantuvo irreductible. Al fondo, pude ver cómo George Martin movía la cabeza con incredulidad, como un maestro de escuela que disfruta de la ingenuidad de uno de sus jóvenes alumnos.





2006







Contribución a Dscntxt de Claudio Sanhueza










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